Me horrorizo cuando veo que, cada vez que acontecen dramáticos episodios de violencia juvenil o adolescente, grupos sociales, con tanta virulencia como irracionalidad, piden el endurecimiento de las penas para los adolescentes y los jóvenes que delinquen. Las imágenes que vemos, gracias a los medios de comunicación, son dignas de una profunda reflexión. Eso sí, dejando clara la solidaridad con las víctimas y con sus familias, en quienes se comprenden las posturas extremas antes referidas.
La vulnerabilidad de las masas siempre me recuerda su papel en el episodio más decisivo que ha acontecido en la humanidad y que tiene lugar en el corto periodo de una semana: en el domingo lo proclamaban rey, Mesías esperado, hijo de David… el viernes, los mismos pedían para él la pena de un malhechor. Esta misma sociedad, hay que reconocer, se mueve hoy con idéntica ambigüedad. Permanece indiferente, cuando no permisiva, ante políticas que destruyen el ámbito familiar, ante el juego político tan vergonzoso al que vemos sometida la educación, ante la promulgación de leyes inmorales porque atentan contra la vida en cualquiera de sus estados más indefensos, etc; sin olvidar la existencia de cinturones de marginación extrema en torno a las grandes ciudades, donde miles de ciudadanos viven en condiciones infrahumanas, o las condiciones deplorables de muchas de nuestras instituciones penitenciarias, que más que servir a la reinserción, que es su cometido original, destruyen el perfil moral y la dignidad de los reclusos. Y todo esto en lo que llamamos un Estado de Derecho…Esa misma sociedad, insisto indiferente, pide después a gritos el endurecimiento de las penas, hasta incluso, la cadena perpetua para adolescentes o jóvenes.
No voy a ignorar que muchos de estos adolescentes y jóvenes muestran una agresividad impropia, alarmante y enfurecedora. Este es precisamente el drama. Siempre ha habido violencia entre los adultos, pero lo triste es que, como una marea negra de esa que infecta nuestros océanos, ha descendido hasta los jóvenes, afecta a los adolescentes y hasta despunta a veces en los niños. ¿Nacieron malos y violentos? ¿dónde estaba la familia, o el Estado y la sociedad en general, como responsables subsidiarios de la formación de estos chavales? Al menos, tendremos que preguntarnos qué está pasando ante tanto signo de violencia. Sobre todo cuanto los especialistas nos están diciendo que el entorno social forma parte esencial en el desarrollo moral del niño y del adolescente. Esto que llamamos la segunda matriz o “matriz socio-cultural” en la que la persona se forma durante toda la vida a partir de la base psico-somática que le aporta la gestación materna.
Los juristas buscan un perfeccionamiento de las leyes, propias de un Estado avanzado como es el nuestro. Sobre todo cuando honestamente miran más allá del oportunismo político, que es la forma más vil de positivismo jurídico, e intentan adecuar la ley a la verdad más profunda del hombre y de la sociedad. Lo que siempre pide la Iglesia, cuando exige que la ley positiva tenga en cuenta la ley natural, para ser realmente ley justa y vinculante también en conciencia. Esa noble tarea es construir un Estado de Derecho, y no la utilización burda del dolor o de la problemática social para andar con alternativas políticas en aras de conseguir el poder.
Confiamos en los juristas honrados. Sin presiones, manifestaciones o disciplinas políticas, con la libertad propia que debe gozar el brazo legislativo del Estado. Les exhortamos a seguir buscando medidas legales ante el gran drama de la violencia infantil, adolescente y juvenil. Si nos lo permiten, tan solo recordarles que cuando no se sabe vivir en sociedad es indicio de que se ha olvidado de dónde venimos y hacia dónde vamos… Estamos mal y algo estamos perdiendo y ya adolecemos su falta… algo que no se recupera con el endurecimiento de las leyes.