La crisis económica y financiera, en la que estamos inmersos, está causando grandes sufrimientos en todo el mundo. A diario surgen noticias que nos llenan de angustia, y nos sitúan ante un futuro plagado de incertidumbres. Y no hace falta ir muy lejos para constatar las consecuencias de esta crisis. Basta pensar en el paro endémico que padecemos en Jerez. Todos, en mayor o menor medida, estamos afectados. Ya sea porque nos toca directamente, o bien porque en nuestro entorno más próximo conocemos a personas que han perdido el trabajo, tienen dificultades para llegar a final de mes, están amenazadas por embargos, sus negocios atraviesan graves dificultades… Mezclado con estos sentimientos, se observa que hay un estado de ánimo, bastante generalizado, de esperanza impaciente en que la “tormenta” pase y la recuperación llegue pronto, “para poder volver a la situación anterior”. Sin embargo, es necesario reflexionar sobre lo que ha sucedido.
Hay un amplio acuerdo en que la chispa de la crisis fue el estallido de la burbuja especulativa sobre el precio de las casas en los Estados Unidos. La mayoría de los expertos coinciden en este punto. En España hemos asistido en un breve espacio de tiempo al desplome del sector de la construcción que hasta hace poco parecía una fuente inagotable de empleo y riqueza. Ahora, sin embargo, es un sector que produce desempleo y grandes pérdidas económicas.

También se han diagnosticado las causas estructurales de la crisis, como el exceso de consumo de las familias y una reglamentación financiera inadecuada. La prensa especializada nos ha puesto al día sobre la pavorosa falta de control de ciertas operaciones financieras. Se ha evidenciado claramente la necesidad de revisar una reglamentación que no ha cumplido con su fin primordial: hacer posible que exista la confianza necesaria, marco imprescindible para que el sistema financiero funcione y cumpla su cometido al servicio de la sociedad.

Ciertamente, se está dando una respuesta institucional. Los gobiernos y los organismos internacionales tratan de luchar contra la enorme inestabilidad y la extrema desigualdad que genera el sistema capitalista. Se intenta cambiar algunas reglas e instituciones, de modo que los peores resultados que hemos experimentado hasta ahora no se produzcan más. Por supuesto, este camino de reformas debe ser recorrido. Pero si llegamos a un nivel más profundo encontraremos una pregunta crucial que se presenta hoy más apremiante que nunca: ¿hay algo sistemáticamente equivocado, algo que debamos corregir, en el sistema económico en el que vivimos?
En Occidente la evolución del sistema económico ha estado acompañada, caracterizada y favorecida por una cierta visión de las cosas que, en pocas palabras, se puede definir como individualista, materialista y pragmática. Una visión que ha convertido el beneficio en el gran objetivo a conseguir y en el único criterio que determina el valor de la empresa, porque lo que importa es “tener” cada vez más; una visión que considera al hombre como un individuo aislado, desvinculado de su familia y su cultura. Es una visión de las cosas fruto de tendencias culturales predominantes en el mundo actual.

Uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo consiste en liberar la vida económica de estas tendencias culturales, de modo que pueda servir mejor al “florecimiento humano” de las personas. En otras palabras, poner nuevas semillas en el terreno cultural y antropológico sobre el que se apoya el sistema económico. Que en la vida económica pueden encontrar lugar lógicas y valores alternativos lo prueban numerosas experiencias como el comercio justo, las finanzas éticas, las microfinanzas, las empresas sociales…, y el proyecto Economía de Comunión, que pone una especial atención en la fraternidad. Pero, ¿qué es la Economía de Comunión?

Este proyecto fue lanzado por Chiara Lubich[i] en 1991 en Brasil. Impactada por las enormes desigualdades observadas durante su visita a la ciudad de Sao Paulo, auspició la creación de empresas cuyos beneficios fueran destinados en primer lugar a ayudar a las personas que no podían alimentar a sus familias, no tenían una casa decente, no tenían un trabajo, no podían mandar sus hijos a la escuela o curar las eventuales enfermedades.

Con la convicción de que los hechos y las ideas deben ir de la mano, sugirió que una segunda parte de las ganancias de las empresas fuese destinada al desarrollo y a la difusión de una “cultura del dar”. Lo que ella quería decir es que sin esta cultura no es posible contrarrestar las enormes desigualdades de nuestro tiempo. Por último, la tercera parte de las ganancias va destinada al crecimiento de la empresa.
Los empresarios que siguen estos criterios en España no son todavía muchos; podría pensarse que su experiencia no pasa de tener un valor simbólico y testimonial. Y sin embargo estas empresas, junto con otras 700 repartidas por el mundo, sostienen en la vida diaria el andamiaje teórico de la economía civil, que postula la apertura de la ciencia económica a conceptos que en los últimos siglos habían quedado excluidos de ella: felicidad, gratuidad, bien común o fraternidad.
Después de casi 20 años, el proyecto Economía de Comunión ha puesto en movimiento una cadena de solidaridad inspirada en la fraternidad que ha llegado a miles de receptores; para buena parte de éstos ha sido un impulso decisivo en su esfuerzo por superar los problemas económicos más graves, o para hacerse autosuficientes. Además ha involucrado en una lógica de respeto recíproco, apertura y atención –hasta la fraternidad- a millares de clientes, socios, financiadores, y hasta competidores. Pero, sobre todo, este proyecto ha sido capaz de testimoniar frente a la opinión pública, al mundo de los negocios y a los estudiosos de la economía que la conducción de una empresa no está reñida con la lógica de la fraternidad.

Benedicto XVI en el capítulo 3º de su última encíclica, Caritas in veritate, cita textualmente la “economía civil y de comunión”, haciéndola salir de algún modo del ámbito en que nació para convertirla en patrimonio universal de la Iglesia al servicio de la humanidad. Como afirma la encíclica, si la fraternidad y la gratuidad son dimensiones humanas esenciales, el beneficio no puede convertirse en la única finalidad de las empresas, ya que cuando esto ocurre en cualquier empresa, las personas, la naturaleza, las relaciones empiezan a convertirse en instrumento y dejan de tener valor intrínseco. Todas las empresas, y no sólo las que carecen de ánimo de lucro, tienen una vocación cívica y una responsabilidad en la construcción del bien común.

[i] Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares

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