De la misma manera que en los árboles del bosque no brotan dos hojas iguales así tampoco nacen dos individuos iguales en el género humano. Cada uno de ellos es un yo único e irrepetible, un individuo sin copia exacta posible, un ser vivo que no puede clonarse.
Nadie piense sin embargo que ese yo tan íntimo y tan suyo lo es siempre del mismo modo, porque le pasa lo mismo que al agua, que sin dejar de serlo, puede hallarse en estado sólido, líquido o gaseoso. Podría hallarse en más estados todavía si fuera verdad lo que dijo Tales de Mileto, pues entonces también podría encontrarse como piedra, diamante, matorral o leopardo.
Lo primero que puede ser el yo es uno más, un cualquiera, un don nadie. Este estado se ha generalizado con tal fuerza en nuestra época que todos se hallan en él en un momento u otro a lo largo del día. Muchos ni siquiera se dan cuenta de ello porque se encuentran dentro de él como pez en el agua. De ahí que sean muy pocos los que piensan siquiera en entenderlo y menos aún en evitarlo, cosa que, por otro lado, sería imposible aunque se lo propusieran. Además, sería seguramente indeseable, por más que pueda parecer un mal.
Esta fase de ser uno más en una multitud de desconocidos, un cualquiera que apenas cuenta para nada, la fase más común de ser uno mismo en el presente, es una fase inevitable. Esto es algo que puede ver con claridad con solo que uno se pare un momento a pensar lo que sucede cuando compra una prenda de vestir. Una chaqueta o una camisa de la talla 42 no se han tejido para Don Fulano de Tal y Tal, para alguien diferente de todos los otros, para un yo único con sus señas de identidad intransferibles, sino para todos los que se ajusten a esa medida, que seguramente se contarán por decenas de miles y hasta por millones de iguales, de los que no importan en absoluto sus cualidades personales. Obsérvese que no se ajusta la prenda al sujeto, sino el sujeto a la prenda. Ya pasó la época de los sastres. ¿O podría subsistir acaso la industria manufacturera si no fuera así, si el aumento de la población no hubiera traspasado un cierto umbral por cuya causa todos hemos pasado a ser gotas de agua iguales y confundidas en un mismo mar? ¿Es que no era necesario dejar de ser alguien y empezar a ser algo para que floreciera la producción de bienes económicos? La industria de la alimentación, la del calzado, las comunicaciones terrestres, aéreas, telemáticas y de toda suerte, la fabricación de coches, la construcción de viviendas, etc., ¿no requieren todas ellas la existencia de millones y millones de hombres con los mismos gustos, inclinaciones, hábitos, ideas y creencias? Ni una sola de esas actividades puede existir en una pequeña población de hombres que tienen como único programa de vida el ser diferentes.
Las formas de alimentarse, sentir, pensar, vestirse, relacionarse, creer y otras muchas más descienden de manera natural a una medianía uniforme cuando todos nos convertimos en unos cualesquiera, en unos don nadie. Una vez dado este paso, no hay retorno posible. Querer volver atrás equivale a desear que casi toda la población pase hambre, que vuelva el analfabetismo, que se extinga el sistema democrático, que una inmensa mayoría carezca de techo, etc. Además, es querer algo imposible. Las aguas del río no remontan su cauce.
No es lo mismo alimentar a diez individuos que alimentar a diez millones. La comida no puede tener el mismo gusto. Pero se gana mucho, pues se consigue que diez millones no pasen hambre.
En democracia tienen que valer la opinión de Agamenón y la de su porquero: cada hombre un voto. Esto es inevitable, piense lo que piense Agamenón o piense lo que piense su porquero. Los nobles, los notables, solo pueden serlo entre inferiores. La democracia solo funcionará si nivela a todos rebajando a los superiores. Por eso hubo de extinguirse en la antigua Atenas, porque los individuos sobresalían demasiado entonces. Los hombres libres no pasaban de treinta o cuarenta mil y eran los únicos que tenían derecho a hablar en la boulé, a proponer y votar leyes, a ser designados jueces o estrategas, es decir, eran los únicos que tenían derechos políticos. Los demás, o sea las mujeres, los esclavos, los extranjeros, los menores de dieciocho años y los delincuentes no contaban para la política. Es obvio que si la masa de partícipes aumenta el sistema no puede seguir siendo el mismo, pues entonces aparecen fenómenos nuevos, de la misma manera que al aumentar el número de moléculas de un gas aparece la presión. Cien o doscientas moléculas no lo consiguen. Es necesario que se cuenten por grandes cantidades, por billones e incluso trillones. Luego habrá algún umbral que, una vez traspasado, haga que el conjunto sea diferente. Lo mismo pasa en política. No es lo mismo un sistema democrático para treinta mil individuos que para cuarenta y cinco millones. Dar el mismo nombre a la forma de regirse que tuvieron los atenienses durante casi dos siglos y a la que tenemos en el presente es engañarse vanamente. O alimentar ilusiones vanas por parte de los demagogos para adormecer mejor a la gente.
Aquella democracia genuina, que prohibía los partidos porque eran una amenaza para las individualidades, no ha vuelto a darse nunca. Creer que la nuestra es continuación suya o que se le parece en algo es como creer que se está bebiendo un buen vino por haberse servido un vaso de un tonel de agua de diez mil litros donde antes se ha derramado una botella de Jerez. Es seguro que en el vaso hay algunas moléculas de vino, pero sabe a agua. En la democracia actual no puede haber demasiadas moléculas de genialidad política, porque le habría llegado su final. Para asegurar su futuro tiene que haber una inmensa masa de ciudadanos que no pasen de ser unos cualesquiera y que voten, callen y no molesten demasiado. A ninguno de ellos se le debería pasar por la cabeza que se tenga en cuenta su voto particular como expresión única y razonada de opiniones políticas. Su voto tiene más bien que perderse en la enumeración estadística de los ordenadores del Ministerio del Interior. ¿Cómo podría ser de otro modo?
La ciencia que se trata de enseñar a todo el mundo mediante planes generales de enseñanza programados por leyes de nombre pomposo tampoco puede ser lo mismo cuando la ponen en marcha diez o quince sabios en el siglo XVII que cuando, comprimida en manuales fáciles de digerir, transmitida en sesiones mecánicas por dictámenes ministeriales, estructurada y domesticada en programas o curricula, se muestra a una masa de individuos que apenas tienen interés en ella y no pueden verla más que como una dedicación tediosa. La mente del común de los mortales no soporta más que unos pocos gramos de aprendizaje exigente y continuado. Hay que darle poco y en pequeñas dosis. Y hay que decirle además que ese poco es mucho, no sea que se sientan inferiores en vez de iguales, lo cual podría ser peligroso.
A cambio de esta mediocridad en el conocimiento, la política, el arte, la alimentación, etc., la mayoría de la gente anda vestida, no pasa hambre, oye algo que llama música, tiene algunos conocimientos, aunque no demasiados, etc. Es lo que se obtiene por ser cada uno un cualquiera en todas estas cosas. Lo malo no es esto. Lo malo es no ser otra cosa que un cualquiera.
Pero de esto se hablará en otra ocasión.